¡UFF! Terminé. Ya me he sacado TODO lo que llevaba dentro. Ya me contareís, por favor, que os ha parecido el relato
T – 6
Los aviadores J. Mc. Neil, Dandy Evans y Paul I. Door fumaban un cigarrillo tras otro y jugaban aburridos a las cartas en el casetón de madera próximo a las casi definitivamente trasladas instalaciones de la estación de radar, en la pequeña localidad de Happisburgh, a unas 20 millas de Norwich, en Norfolk, Gran Bretaña. Se encontraban de guardia permanente junto a la pradera, casi a orillas del mar, donde permanecían inmovilizados desde hacía varias horas sus tres cazabombarderos Tifones. Cuando salían al exterior para estirar las piernas, únicamente veían algunas casas, amplias praderas, un faro decorado con colorines, una torre de iglesia, la estructura del radar y, a sus espaldas, el inmenso Mar del Norte.....
Aquél era el punto más cercano de toda la costa británica al lugar holandés donde se estaba entablando la batalla, con los alemanes, desde hacía casi un día y medio. Y ellos sólo podían esperar a que los problemas técnicos de la munición se solucionasen.
Al cabo de media hora, cuando estaban terminando otra partida de “seven up” escucharon sonidos de motores que se acercaban. Con impaciencia y la adrenalina desbordada se precipitaron al exterior, donde vieron a varios Lorrys y un jeep que se acercaban a toda velocidad por el estrecho sendero. Cuando pararon cerca de los aviones, el capitán de intendencia al mando del convoy les transmitió la orden de recoger su equipo y montar inmediatamente en sus aparatos, según se indicaba en el boletín de ordenes de sus mandos de la RAF que entregó a Door. El capitán les explicó que el Alto Mando ya había recibido los resultados de las investigaciones sobre el fallo de los cohetes, una mezcla incorrecta de los componentes de la cordita de las cargas de propulsión. De todas formas habían decidido que los tres cazabombarderos probaran una nueva variante experimental del cohete clásico, cuya carga de propulsión no estaba afectada por el fallo descubierto, y armada además con una nueva cabeza de combate, denominada Hollow Charge, especial para destruir densos blindajes.
Los tres pilotos no se demoraron en pedir más datos, y así, mientras los soldados bajaban los cohetes de los camiones y los colocaban en los raíles de las alas, ellos ya se habían colocado los paracaídas y los chalecos salvavidas y treparon por la zona interna de las alas a las carlingas de los Tifones. Desde el suelo, el capitán de intendencia le dijo a Door que, por olvido, no les había comentado una recomendación del fabricante de los cohetes. Deberían atacar a la manera de los “Dambusters”, los reventadores de presas, uno tras otro, impactando al mismo lugar del objetivo, para “ablandar” paulatinamente la resistencia del blindaje.
Tras esta explicación pusieron los motores en marcha, carretearon por la hierba y despegaron los tres al mismo tiempo. Al cabo de un rato únicamente eran un punto entre las nubes sobre el inmenso mar....
El casco con red de camuflaje y las cruces rojas sobre fondo blanco es la primera imagen que recuerdo, cuando desperté de la conmoción producida por la explosión de la granada de 88 del carro alemán. Por suerte, además de algunos rasguños y heridas sin importancia y una sordera que fue remitiendo al cabo del tiempo, salí sin grandes contratiempos de la catástrofe en que se había convertido nuestra granja. Al otro lado de la camilla de campaña, mis padres me sonreían con alivio, pero con el miedo y la impaciencia todavía adheridos a sus rostros. El sanitario británico no me dejó levantarme de momento, mientras terminaba de curarme las heridas y me examinaba los oídos con una especie de trompetilla plateada. Goeree, que también estaba por allí, me puso en antecedentes de los últimos sucesos de la batalla. Me contó que, tras la medio destrucción de los edificios de la granja, el carro alemán había dejado de disparar al comprobar que los Red Devils habían desplazado sus líneas de defensa algo más atrás de los restos de los muros. Por otra parte, según había oído Goeree por una de las radios de campaña de los paracaidistas británicos, los granaderos alemanes del bosquecillo central habían salido del mismo y unido sus fuerzas con los otros granaderos del otro bosquecillo, al sur del anterior, más cercano a la carretera y a la amplia meseta del sudeste de la batalla. Los Nebelwerfer alemanes habían intentado, sin resultado efectivo, un bombardeo de saturación de las nuevas posiciones británicas más allá de la granja. Los Red Devils, por su parte, se habían atrincherado en la base de la meseta, al norte de la misma, protegiendo la cabecera de la pradera que podría utilizarse como pista de aterrizaje, en su caso, para el Lysander. Al parecer esperaban refuerzos de una parte de los paracaidistas que permanecían en el exterior de la granja, para realizar una última intentona de acercamiento al prototipo de avión a reacción alemán.
Cuando, harto de mi impaciencia, el sanitario accedió a dejarme levantar, me escapé a gatas junto a Goeree hasta los restos del muro oeste de la granja. Queríamos ver las posiciones alemanas y los movimientos de sus tropas para decidir si, como mis padres habían planteado, huíamos de nuestro hogar a alguna zona interior. Asomamos nuestras cabezas de las piedras destrozadas del muro y, a lo lejos, en lo alto de la pequeña loma, pudimos ver a la oscura bestia blindada germana. Allí seguía, como un vigía inmutable. Dos de los tripulantes se encontraban en el exterior, abasteciendo de munición pesada al monstruo, introduciendo la misma por la escotilla rectangular posterior de la torreta. Yo apretaba todavía contra mi pecho la cámara fotográfica de mi amigo (con la que saqué algunas fotos del monstruo) y éste me pasó unos pequeños prismáticos que enfoqué hacia el carro alemán. Vi a los cargadores de munición y al que parecía el jefe de carro hablando animadamente, confiados de la superioridad e imbatibilidad de su animal acorazado. El sol a nuestras espaldas se encontraba ya declinando, justo en ese momento del atardecer que más deslumbra su visión directa. Sin saber como, con un ruido atronador, de allí surgieron tres veloces sombras que, tras un giro, se lanzaron en picado hacia el dorso de la maldita bestia.....
Tenían bien aprendida la lección. La habían estado recitando como una letanía durante todo el viaje de aproximación a las costas holandesas: “morro y trasero, primero” y “McNeil, Evans y Door: Trío destructor”. Querían autodisciplinarse en la cercanía de sus aparatos, uno tras de otro, y en el orden de actuación para el ataque, tal y como habían recomendado los fabricantes de los nuevos cohetes. Seguirían las instrucciones encontraran lo que encontraran e independientemente de los proyectiles y estratagemas con las que se defendieran los alemanes. Cuando comenzaron el giro, los tripulantes de la bestia acorazada saltaron del carro casi al mismo tiempo que cerraban la escotilla de suministro de la torreta y, de rápidas patadas, arrojaban al suelo la munición de 8.8 que se encontraba en la parte trasera del vehículo.
Vi a los tres aparatos picar casi de forma suicida. Creo que no habría mas de 6 metros de separación entre uno y otro, formando una sostenida línea oblicua cuyo extremo apuntaba al anillo de la torre. El Tigre de Bengala no tuvo en esta ocasión oportunidad alguna, al encontrarse parado su motor y destacando en la cima truncada de la loma. A unos 40 ó 50 metros de distancia del objetivo, los tres Tifones dispararon tres enjambres de cohetes que, consecutiva e inmediatamente, impactaron en la unión de la barcaza y la torre. Pasó una décima de segundo y parecía como si se hubiera suspendido el tiempo sin resultado alguno. Una décima de segundo más tarde una tremenda bola roja, que parecía tener consistencia propia, elevó la torre del Tigre a más de seis metros de altura, al mismo tiempo que el resto del blindado parecía ser arrastrado por una locomotora ladera abajo de la loma. Un segundo después, una pavorosa deflagración partió el carro por la mitad como si fuera mantequilla, no dejando mas que hierros y planchas retorcidas y ennegrecidas en la parte trasera. La torreta, también incendiada y ennegrecida cayó entre unos arbustos, a unos doce metros de distancia tras rodar por la pendiente. Así terminó su existencia de destrucción aquella oscura y maldita bestia.....
Un grito clamoroso, contenido y entusiasta se escapó al mismo tiempo de las gargantas de todos los paracaidistas británicos. Las boinas rojas volaron por el cielo y algunos de aquellos aguerridos soldados lloraron de emoción, recordando sobre todo a sus compañeros caídos en la batalla bajo las fauces destructoras del carro alemán . Los tres Hawker Typhoon alabearon sus alas a derecha e izquierda repetidas veces, hasta que se perdieron de vista en el horizonte anaranjado.....
Era arriesgado. O me mataban los alemanes o me mataban mis padres si se enteraban de lo que tenía planeado hacer. Pero estaba decidido. Creo que se lo debía a todos esos soldados que habían venido del otro lado del mar, para intentar evitar que los invasores de mi patria tuvieran armas con las que ganar la guerra. Cuando llegó la noche, con una ligera iluminación de la luna, me ennegrecí la cara con barro y me acerqué al muro oeste donde presencié el final del carro alemán. Con un pequeño impulso, salté lo que quedaba del muro y desde el otro lado me fui acercando, a rastras, poco a poco, muy despacio....
Llegué lleno de miedo al lugar donde se encontraban los restos. La mitad delantera estaba relativamente en buen estado, igual que una parte de la torre, aunque toda estaba chamuscada. Afortunadamente no había alemanes por allí. Tras su destrucción y la retirada de los cuerpos de los tripulantes que perecieron, los germanos habían perdido, al parecer, todo interés por lo que quedaba del blindado. Entonces comencé mi trabajo, saqué mis pequeñas reglas de dibujo, mi cuadernillo de notas y mi lápiz y comencé a medir y apuntar cada ángulo, cada espesor de blindaje, el diámetro del cañón, en fin cualquier dato o elemento que consideré interesante. Al cabo de 15 de minutos, aunque a mi me parecieron horas, había terminado. Volví a la granja arrastrándome de nuevo, me lavé un poco la cara y las manos y me fui a buscar a Goeree y al Mayor Cluser......
T - 7
El Westland Lysander III SCW, preparado para incursiones de gran autonomía, se acercó a la pequeña zona de aterrizaje preparada e iluminada poco antes por los Red Devils con cilindros de bengalas. Serían las tres de la mañana y el avión, completamente pintado de negro, llegó en silencio, como un planeador. Al acercarse a la zona de aterrizaje el piloto, acostumbrado a este tipo de misiones con la resistencia de la Francia ocupada, apagó el motor y realizó la aproximación y el aterrizaje con la hélice en bandera, para evitar que el ruido del motor alertara a la vigilancia establecida por los germanos. Sin preámbulos, Goeree, el Mayor Cluser y yo nos acercamos al avión. Abracé con fuerza a mi amigo, y éste subió a la carlinga trasera, deslizada por el piloto, por la estrecha escalerilla instalada a babor del fuselaje. Goeree cerró la cabina, fijó los anclajes de su cinturón de seguridad y me dedicó una amplia sonrisa, al mismo tiempo que me enseñaba por la ventanilla aquella cartera de cuero marrón. Cluser le hizo un saludo con la mano izquierda, mientras que con la derecha le enseñaba el pulgar hacia arriba. El motor se puso en marcha a la primera con un ligero bramido y el avión despegó con rapidez en unos pocos metros, encaminándose al Mar del Norte, donde le esperaba una escuadrilla de protección de cuatro “cimarrones” aéreos norteamericanos.
En aquella cartera, que contenía una funda flotante a prueba de humedad, mi amigo transportaba a Gran Bretaña el carrete con las fotos que saqué al Tigre de Bengala, las hojas con mis mediciones y datos del vehículo, y los propios esquemas, dibujos y medidas aproximadas del extraño avión que vio estrellarse Goeree algo más de un día antes, realizados por un paracaidista escocés con grandes dotes pictóricas. Los Aliados, aunque no tendrían fotos ni un motor del “golondrina”, sabrían sacar jugo a esa información.
A las 5 de la mañana los paracaidistas británicos que se habían reagrupado en la falda de la gran meseta al sudeste, supieron que algo gordo se estaba cociendo en las líneas alemanas. En efecto, el bosquecillo próximo se estaba llenando, despertando los ruidos consiguientes, con los granaderos alemanes que antes del anochecer se habían aproximado al mismo, a los que se habían unido el resto de granaderos supervivientes del bosquecillo y la loma central. El numeroso Kampfgruppe se había movido y establecido sus posiciones fuera ya de la zona boscosa, y a una distancia prudencial, dejando un amplio pasillo de seguridad entre ellos y los Red Devils. A las 5´05 el cielo se abrió sobre los sufridos paracaidistas. Media hora de bombardeo de morteros y de Nebelwelfers produjo unas cuantas bajas en el bando británico, no desmoralizándose, por muy poco, únicamente por su experiencia, valentía y la obstinación de sus mandos. Al termino del aguacero de fuego, y sin que pudieran los paracaidistas preparar las posiciones defensivas dañadas, los alemanes comenzaron el asalto.....
Lo cierto es que las fuerzas alemanas lucharon de forma extraordinaria, continua, sin errores, y sin conceder al enemigo la más mínima posibilidad. Tan pronto barrían pequeños grupos de británicos con sus subfusiles y fusiles de asalto como emprendían salvajes cuerpo a cuerpo con cuchillos, bayonetas, palas de infantería y, si era preciso, arrojando racimos de granadas sobre los defensores más encarnizados. Al cabo de media hora todo había terminado y los alemanes habían conquistado su objetivo de la cabecera de la pista de aterrizaje, identificado por unos restos de un carro de combate holandés del tiempo de la ofensiva alemana del 40. Los cuerpos de los paracaidistas británicos fueron amontonados, tras retirarles su armamento, identificaciones y objetos de valor, a la espera de su posterior inhumación en una fosa común. Pero la victoria no les había salido gratis a los germanos. A las numerosas bajas producidas por las tropas inglesas, se unieron las que un campo de minas sembrado por los paracaidistas antes del combate ocasionaron al termino de la batalla, al redesplegarse los granaderos alemanes por la pradera donde se las había dispersado. Fueron tantas las perdidas de los alemanes, más de la mitad de las tropas empleadas, que sus mandos tuvieron que emplearse a fondo para que los soldados no se desbandasen desmoralizados. Consiguieron mantener el orden y la disciplina de sus tropas y eso les dio la victoria definitiva en la batalla de O.K., dado que los paracaidistas ingleses, que aún permanecían tras nuestra granja, no podrían llegar a tiempo para disputarles el objetivo logrado, por lo que podrían mantenerlo y asegurarlo durante el lapso necesario. Habían ganado y era la ocasión de disfrutar de la victoria, por el momento.....
Al cabo de unas horas y bajo importantes medidas de seguridad, unas grúas y un potente camión con un gran remolque se llevaron a Alemania el prototipo de reactor que había ocasionado toda esta batalla. Hitler no se enteró del episodio y Göering-Meyer mantuvo ante él la poca credibilidad que aún le quedaba, a la vista del holocausto de fuego que estaba cayendo del cielo, día y noche sobre las ciudades e industrias alemanas......
Los paracaidistas británicos supervivientes, a costa de importantes bajas que les fueron produciendo los alemanes, de forma paulatina, por el camino de regreso, consiguieron reembarcar en número significativo en las barcazas y lanchones que les esperaban en las playas holandesas, aunque tuvieron que abandonar todo su equipo pesado. Los que volvieron jamás pudieron olvidar a aquella enorme y blindada bestia parda, disparándoles a placer desde aquella loma.....
Goeree llegó sano y salvo a Inglaterra y los aliados le concedieron una condecoración y un importante puesto en el gabinete del Gobierno Holandés en el exilio. Por desgracia, unos días antes de acabar la guerra, de camino a su trabajo, una bomba alemana sin explotar que había quedado enterrada y sin localizar desde 1941, se llevó por delante 23 vidas de personas que viajaban en un autobús londinense. Entre otras la suya....
Mi familia tampoco se enteró jamás de “mi escapada” a los restos del Tigre de Bengala. Siempre recordaré cuando, con temor reverencial, acaricié aquellas densas planchas ennegrecidas de acero de, creo recordar, 18 centímetros de espesor. No nos mudamos, reconstruimos la granja y nuestra vida siguió sin demasiados problemas.....
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Epílogo.
Esta mañana lluviosa de 2007, el cartero dejó en mi buzón un sobre blanco. La carta que figuraba en su interior estaba firmada por un tal señor Bakker, representante del VerzetsMuseum (Museo de la Resistencia) de Ámsterdam. Según me indicaba, un investigador holandés había descubierto en unas dependencias oficiales en Londres, tras ser desclasificados por el transcurso del tiempo, una libreta con unos datos sobre un carro de combate alemán, unas fotos, unos dibujos y un breve informe-resumen del origen e importancia de los citados documentos. Al parecer el Gobierno Británico había considerado oportuno devolver los documentos al dueño de los mismos. Tras localizarme, el señor Bakker solicitaba mi permiso para exponer permanentemente los documentos en el Museo de la Resistencia Holandés; suplicándome, como favor adicional y si accedía a la exposición de mis documentos, un relato más pormenorizado de lo que ocurrió......
Así es como, tras más de sesenta años, y en una Europa muy diferente, he tenido que rememorar aquellos días, el valor y destreza de ambos contendientes, las penalidades de la batalla, mi pequeña contribución a la victoria en la segunda guerra mundial y, sobre todo, a aquél enorme monstruo de acero........
FIN
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Fin de imágenes